Nota explicativa: Este escrito, fue publicado en Soyaconcagua.cl. Narra en clave ficción, hechos verídicos de la vida de un personaje importante para la historia de San Felipe y del valle de Aconcagua, el sacerdote José Agustín Gómez.
“Malagradecidos”, y la palabra apenas se dibujó en tu mente, y ni siquiera alcanzaste a mover los labios, cuando ya te arrepentías por los malos pensamientos.
El sueño y el frío te golpeaban y atontaban. Por un breve instante, olvidaste los grilletes. Quisiste mover las piernas y el fiero metal te mordió con fuerza.
Y recordaste que tu tobillo jamás sanó del todo desde que te pisó la rueda de la carreta… y recordaste aquel verano de 1887, encerrado, por tu propia voluntad, en el pueblo de Santa María… ahí había llegado el cólera al valle del Aconcagua.
Y la gente y las autoridades, alarmadas, crearon los cordones sanitarios tan ineficientes como inhumanos. La milicia debía abrir fuego a quien quisiera sortear la barrera anticolérica.
“Ignorantes”, y nuevamente una sombra de arrepentimiento cruzó por tu mente.
Te sentaste sobre el camastro duro y respiraste hondo. El vaho de encierro y orines se te metió de golpe en las narices, casi sentiste que te herían…
“Me tratan como a una mujerzuela”, y una mueca de disgusto contigo mismo se te dibujó en el rostro, te recriminaste… “No”, dijiste, “ellas no”…
Y recordaste las habladurías de las señoras católicas practicantes que no entendían que el cura Gómez gastara su energía y el dinero de la gente decente en un colegio para putas.
Y mientras mirabas el sucio suelo del calabozo, recordaste el olor y el color de suelo de aquella casa de remolienda… casa es mucho decir: un cuarto, piso de tierra, sin ventanas y allí mismo todo ocurría… de día la inquilina dormía y de noche, sobre la misma cama atendía a sus clientes.
Suspiraste. Intentaste tener sentimientos de pena por tus perseguidores, pero tu lengua más rápida y filosa, ya largaba una cadena de epítetos que algo decían de sus madres, y las madres de sus madres y su condición canina y tus deseos respecto a la salud de tus carceleros.
“¿Qué quieren de mí?… ¿Fusilarme?”. Sentiste miedo. Un escalofrío te corrió desde la nuca hasta el final de tu espalda.
“¿Y por qué?”, te preguntabas, aunque sabías las respuestas. Y levantabas la cabeza mirando el cielo raso y sus manchas poliformes.
Nuevamente suspiraste y abatido caíste hacia atrás y te quedaste así, tumbado como está aquel que ya no pelea. Ni los músculos, ni su mente ofrecen resistencia alguna.
Mirabas casi sin mirar las manchas del cielo… Y comenzaste a buscar figuras ocultas, según tú, y te pareció encontrar un ave, que bien pudiese ser el ave fénix y luego viste una cabeza de caballo y por allá una estrella, y por ahí el perfil de un hombre de grandes entradas y bigotes, y tú mismo te dadas argumentos… “sí, ahí está la frente amplia y abajo los bigotes”… Y te acordaste de José Manuel…. “el cura Balmacedista me decían”, y parece que ya hablabas solo y no te importaba.
“Luego la guerra”, te dijiste como conversando con alguien. Y recordaste con una sombra de amargura, que habías dicho o quizás solo lo pensaste, “que está bien… que bueno que termine la guerra… gane quien gane… que se acabe la cacería”. Pero para ti no llegó la paz.
Aquellos que quedaron en pie tras la victoria, con antorchas y pistolas se tomaban venganza de las ofensas, y tomaban también monedas, saqueaban las casas de los derrotados.
“Pobre familia Solovera“, pensaste y tus ojos se humedecieron, cosa poco habitual en ti, y el tobillo pareció dejar de doler.
“Y allá afuera, ¿habrá alguien que me defienda?” Y no te atreviste a pensar en respuestas.
“Y entonces fueron por mí”. Te relatabas a ti mismo la historia, como no queriendo olvidar… “Le dieron patadas a la puerta de mi casa y con gritos, insultos y empujones me subieron al carro policial, como si fuese un criminal… Vi varias caras de conocidos: la señora Carmen, que se olvidó que fui yo quien le hablé al droguero Hagel para que le entregara sus remedios.
Quisiste tener pena por ellos, pero tu rabia era mayor.
Malagradecidos, pensaste, pero luego te diste cuenta que en realidad lo dijiste, y que al hacerlo, resultó un acto liberador… “Malagradecidos”, y tu voz quebradiza, como la de quien pronto romperá en llanto, se mutó a otra más serena… Respiraste… Te sentaste cobre la cama… “Son unos malagradecidos, después de haber hecho tanto por esta ciudad y su gente, son unos malagradecidos…, pero no les tengo miedo. Aquí estoy…” Te pusiste de pie y mirabas hacia la puerta, y te sorprendiste de ti mismo, “no les temo, no he hecho nada malo. Vengan por mí, acá está el Cura Gómez”.